Soy de los que me gusta enseñar la cabina a todo el mundo. Empezando por los niños, y siguiendo por los que entran en el avión y tratan de asomarse un poco a mirar de refilón la cabina de vuelo.
Es divertido ver cuando un padre tiene más ilusión por ver la cabina que su hijo, te entran ganas de decirle… «Ven anda, que te la enseñamos a ti también…»
Compartir durante unos segundos nuestra “oficina”, para mi es algo fascinante. Es algo que haría a todas horas. Porque he sentado en mi asiento – el “asiento del piloto”- desde niños, Guardias Civiles, auxiliares de rampa, personal de limpieza y gente de todo tipo y condición.
Ver sus caras, tanto niños como mayores, su fascinación por ver todo iluminado. Sus sonrisas, aunque ahora sean bajo la mascarilla. Es una sensación también maravillosa para quien la recibe, en este caso, la tripulación.
Y es que sentarse por unos segundos en ese asiento, para alguien que no se dedica a pilotar aviones de aerolínea es toda una experiencia. Ver por unos segundos lo que nosotros vemos, sentir esa responsabilidad, ojear los botones, relojes, y luces de colores que nos invaden desde todas partes.
Trasladarse por un instante a la sensación de despegar el avión o de aterrizarlo, levantar toda esa “mole” desde ahí… sujetar los controles o las palancas de potencia. Sentir esa potencia en las manos, el empuje de los motores al despegar o la destreza en las manos para aterrizar suavemente el avión incluso en las peores condiciones meteorológicas.
Para los que nos gustan los aviones, muchos de nosotros recordamos la primera vez que vimos una cabina, lo que sentimos, esa sensación de… esto debe ser imposible. O esa pregunta recurrente de… ¿Y sabéis para qué valen todos esos botones? Jajajaja, claro, nos va la vida en ello… y la tuya!
Amigos y compañeros pilotos, dejad que vuestros pasajeros puedan ver nuestra oficina, sentirse por unos segundos piloto. Tratemos de ser más cercanos y amigables con las personas a las que llevamos. Especialmente cuidemos a las personas que tienen miedo a volar, muchas veces es por desconocimiento de lo que ocurre en nuestra “cueva”.